9.11.2013

OSSO


Renzo Garibaldi trabajaba en Costanera 700 fileteando pescado cuando se fue a La Mar de San Francisco para seguir trabajando con especies marinas. Aunque había estudiado cocina, había algo que no le terminaba de cuadrar en el oficio. Era un muchacho alto, desgarbado, sin los bigotes poblados que luce hoy día y con un aire distraído que lo acercaba a la seriedad.
Diariamente, en el recorrido de su casa al trabajo, tenía que pasar por la carnicería Fleisher’s, del famoso Joshua Applestone, y allí se detenía varias horas observando lo que nadie más que él miraba: el arte del corte, la perfección de un filete, la textura del cuadril, la anatomía de unas costillas, la proyección de los músculos vacunos.
Tal fue su interés que terminó mudándose a Nueva York para trabajar en la granja de Joshua. Pasó un año aprendiendo y asimilando el mundo cárnico, experimentando con todos los cortes que podía y descubriendo con placer una vocación hasta entonces oculta. Luego de trabajar en dos carnicerías más, lió bártulos y se fue a Gascogne, un pueblito en el suroeste de Francia donde aprendió el arte de la salumería, es decir, la ciencia de los embutidos, patés, tocinos, salchichas y derivados.
No pasaría mucho tiempo antes de que los esposos Garibaldi decidieran regresar al Perú para instalar una carnicería. Compraron modernas máquinas para empacar al vacío, cámaras de sello italiano y español para el proceso de añejamiento, armaron una parrilla y un ahumador alimentado solo con troncos de árbol de manzano, e instalaron una enorme mesa de madera de arce que Renzo cepilla cada día después de la jornada para mantenerla impoluta.
Además, tiene una cámara de frío (un cuarto helado, en verdad) donde cuelgan reses y cerdos que irán deshidratándose naturalmente al tiempo que los músculos se estiran y se inicia el proceso de ablandar la carne. Para entonces, mimetizado con su nuevo oficio, Renzo se aprovisionó de innumerables camisas a cuadros (“hasta las del terno son así”, dice), se ciñó al cinto una cartuchera de cuero de donde penden media docena de cuchillos de filo perturbador y se dedicó al noble oficio de carnicero a tiempo completo.
Osso (‘hueso’ en italiano) se llama el nuevo emprendimiento que aún no abre oficialmente, pero los parroquianos de La Molina hace un mes lo trajinan de ida y vuelta. Osso será vecino de Eggo, la panadería-cafetería de Renato Peralta que verá la luz a fin de mes. Juntos amenazan crear la cuadra más concurrida del vecindario porque manejan un concepto de servicio poco frecuente en Lima donde habrá desayunos, lonchecitos y parrillas. Poco a poco.
Para Renzo el término “trazabilidad” es inherente a su forma de trabajar. Esto es, mantener estándares internacionales a través de una cadena productiva donde los procesos y pasos permiten tener el control del producto.
Eligió a ganadería Acuario de Fernando Paredes para comprar reses y a la granja Huarango, de Gustavo Robinson y Juan José Suárez, para proveerse de chanchos. Las reses pesan 450 kilos en promedio y los chanchos llegan a cien. No usan ningún animales de leche ni terneros, porque hacen honor a su lema de sostenibilidad. Sus proveedores van a la carnicería para ver cómo trabaja sus productos y se han convertido en clientes cotidianos; del mismo modo, Renzo y su equipo visitan regularmente las chacras, establos y granjas para corroborar el tipo de alimentación que reciben los animales y la manera de criarlos. “Nada de hormonas, nada de transgénicos”, reitera el carnicero.
En Osso se emplea 80% de carne nacional, en menor escala ofrecen Angus y un tipo de Waygu. Toda carne que llega a la carnicería se añeja mínimo 21 días y un máximo de 40, aunque ahora tiene una nueva cámara de añejamiento que le permite reducir el tiempo a una semana. “Sin embargo, a la carne nacional nosotros le damos el doble de tiempo: 15 días”. Hay razones para extenderse. Nuestra carne es dura por raza, alimentación y maduración. Aquí se beneficia y al día siguiente se consume. “Hay que esperar un tiempo para que la carne se suavice y libere la mioglobina, una especie de agua rosada que debe eliminarse totalmente antes de despiezarla.
Un problema endémico debe enfrentar el carnicero: nuestro pobre consumo de cerdo, que está en el nivel más bajo de la tabla si nos comparamos con nuestros pares latinoamericanos. “Aquí se sigue pensando en la triquinosis y en que los chanchos se crían en los basurales. Nada que ver. La crianza porcina tiene estándares internacionales de sanidad y está certificada”.
En Osso nada se desperdicia. Con las carcasas, cabezas, rabos y esqueleto se hacen sabrosos y espesos fondos. También hay fondos de pato (para preparar un seco), pero eso obedece a un engreimiento del carnicero guiado por su gusto a las rilletes (paté suave hecho con carne deshilachada) que aprendió en Gascogne, y que se inscriben en la línea de patés rústicos y plenos de sabor que abundan en Francia.
Hoy, la oferta de carnes es variada, tentadora y de óptima calidad. En la semana ofrece los cortes clásicos (para hamburguesas, lomo saltado, guisos, asado, bisté, asado de tira, ossobuco, chuletas) y los fines de semana repleta los anaqueles con cortes para parrilla o especiales, amén de embutidos variados (con rocoto, mermelada de ají limo, huacatay, agridulce, con cerveza). Nada queda a la hora del cierre. Encuentra además salsas envasadas (las bbq picante es extraordinaria), pernil listo para servir, tocino curado en sal de Maras ciento por ciento artesanal y varios piqueos de ese estilo.
Osso es un sitio agradable y bien puesto, con una pulcritud reñida con la idea tradicional de carnicería, un lugar donde bien se puede comer una hamburguesa (jugosa, tan roja que parece un tartar) o una parrilla sin siquiera sentirse perturbado por los olores, una tienda de barrio donde todos se conocen y finalmente todos recalan.
Queda en Tahití 175, La Molina. Teléfono: 3681046. Contactos en: info@osso.pe

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